Comentario
El segundo mandato de Margaret Thatcher fue menos dinámico que el precedente. Frente a sus deseos, los problemas de política interna se convirtieron en los más decisivos durante este mandato. La premier británica hubiera querido tener mayor protagonismo internacional y que éste hubiera sido menos conflictivo. En la política interna fue respetada y temida pero crecientemente poco apreciada, a pesar de su populismo. Dio, entonces, la sensación de ser incapaz de dirigir o de dar toda la confianza a sus ministros y, por su actitud, a menudo intransigente, "como Luis XIV -ha escrito un historiador- fue capaz de producir una revolución".
Su primer problema grave fue el relacionado con la huelga de mineros a partir de marzo de 1984. Scargill, su dirigente sindical, ya había convocado tres huelgas durante el primer mandato en una industria en decadencia y de difícil viabilidad. Lo más indefendible de su postura fue que no organizó un referéndum para decidirla y, cuando se hizo en una sola mina, resultó negativo por tres a uno. Kinnock, el líder laborista, hijo de un minero galés, pretendió que esa consulta se produjera pero no tuvo éxito. El empresario nombrado para presidir la patronal minera fue presentado como un verdugo pero dijo ser un cirujano plástico destinado a rectificar lo imprescindible para mejorar las posibilidades de esa industria. La huelga estuvo mal planteada por la elección del momento y por el empleo de piquetes violentos de mineros y, por si fuera poco, Scargill recibió ayuda del líder libio Gaddafi, que había prohibido en su país cualquier sindicato, lo que acabó por alejarle de algún apoyo. La derrota de los mineros dejó, además, malparado a Neil Kinnock en el imposible intento de tratar de llegar a un compromiso. Una reforma legal posterior hizo responsables a los sindicatos de los daños causados en huelgas no votadas; en adelante fue necesario, además, el sufragio secreto para la elección de cargos sindicales y para la afiliación de los sindicatos a partidos.
Pero después de esta resonante victoria Thatcher empezó a cosechar derrotas. En el Gobierno local había prometido abolir los impuestos de propiedad locales pero también deseaba controlar el gasto municipal; pensaba que debía combatir a las autoridades locales laboristas radicales de algunas ciudades que gastaban mucho a base de impuestos directos sobre la población. En Liverpool dominaba, por ejemplo, la tendencia troskista "Militant". Thatcher quiso crear la poll tax que, en teoría, serviría para que todos los ciudadanos controlaran el gasto público de sus Ayuntamientos. Sin embargo, al tratarse de un impuesto que era igual para todos sin tener en cuenta la renta, la oposición consideró que resultaba injusto. Suponía, además, una clara intromisión en la autonomía local. En segundo lugar, los problemas de Thatcher se multiplicaron con el asunto Westland, una compañía de helicópteros con problemas, sobre cuyo destino chocó con Hesseltine, su ministro de Defensa. En realidad, fue éste quien quiso imponer su punto de vista pero dio la sensación de que era la premier quien evitaba tratar la cuestión en Consejo de ministros y así hizo crecer la tendencia a ver en ella a una autócrata desconsiderada con sus colaboradores.
En otras materias, la segunda etapa Thatcher resultó menos conflictiva y más duradera en sus consecuencias. El programa de privatizaciones recibió un gran impulso. Aunque los anuncios relativos a ella fueron muy criticados, lo cierto es que produjeron una auténtica revolución en el accionariado y posiblemente también en la eficiencia de la gestión. En la práctica, los laboristas no las pusieron en cuestión de modo que lo decidido en el Gobierno conservador resultó irreversible. Thatcher afirma en sus memorias que las privatizaciones eran revolucionarias a fines de los setenta y se atribuye el mérito de haberlas convertido en un modelo para otros países pero la realidad es que también las llevaron a cabo muy pronto Gobiernos socialistas. Respecto al Welfare State las reformas intentadas durante la era Thatcher se produjeron fundamentalmente en el tercer mandato. A pesar de sus promesas, de hecho el gasto del Estado aumentó un 6% en educación, un 25% en salud y un 40% en seguridad social.
La primera ministra británica siguió teniendo un importante papel en la política internacional mundial pero en ocasiones también resultó muy discutible. Desde 1983 se negoció con China sobre Hong Kong llegando al acuerdo, en 1984, de transmitir la soberanía en 1997 pero manteniendo el sistema democrático y capitalista; además, los ciudadanos de la ciudad china podían mantener sus pasaportes británicos. El acuerdo logrado con el Gobierno irlandés (1985) le permitió a éste entrar en contacto con el británico en cualquier cuestión relacionada con el Ulster. En otro terreno mantuvo, en cambio, una política mucho más discutible: hizo todo lo posible por retrasar el cumplimiento de las sanciones contra el Gobierno sudafricano arguyendo que la mayor parte de la población blanca procedía de las islas británicas y que Gran Bretaña era allí el país con mayores inversiones; esta posición le llevó a un enfrentamiento con la mayoría de los Gobiernos de la Commonwealth. Pero quizá fue su oposición a una Europa unida lo más controvertido de su política. En su visión, Bruselas significaba estatismo, centralización y burocracia, mientras que ella reivindicaba un sistema fiscal y social liberal competitivo y la permanencia de la nación. Como veremos, su política en este aspecto jugó un papel esencial en su caída.
Gran parte de los éxitos de Thatcher se explican por la debilidad de la oposición. Al elegir a Neil Kinnock, un líder con tan sólo 41 años, los laboristas dieron la sensación de que eran conscientes de que su paso por la oposición podía durar mucho. Kinnock pareció siempre un peso ligero desde el punto de vista intelectual y, además, carecía de cualquier experiencia de Gobierno. La gran cuestión que permaneció sobre el tapete respecto al laborismo fue la relativa al armamento nuclear, materia en la que su partido había defendido la tesis de que el Gobierno debía proceder al desarme unilateral. En un viaje a Estados Unidos, Kinnock fue por completo incapaz de defender su política de forma coherente. Así se explica que la Alianza conquistara más escaños en elecciones parciales que los laboristas. Finalmente, en las elecciones de junio de 1987, ganaron los conservadores con 375 escaños frente a 229 laboristas y 22 de la Alianza. Los laboristas crecieron en Escocia pero perdieron en Londres y en el Sur: habían conquistado una parte de los votos de la Alianza pero eran incapaces de penetrar en el voto conservador.
En 1987 Thatcher había transformado la imagen de Gran Bretaña en el mundo y había conseguido tres rotundas victorias electorales sucesivas. Además, con un programa original, había conseguido durante algunos años que Gran Bretaña creciera más que cualquier otro país europeo, con la excepción de España. Pero en 1987 se produjo "il sorpasso": Italia la superó en términos de renta per cápita. Además, en 1990, Thatcher acabaría siendo liquidada por su propio partido. La razón estribó en que el nuevo Gobierno que formó fue más radical. Su programa también lo era: poll tax, introducción de un curriculum educativo nacional, pagos en la seguridad social por servicios, una nueva legislación sobre sindicatos que incluía el derecho de no ir a la huelga cuando se hubiera votado de forma afirmativa, privatización parcial del servicio médico..., etc. Pero, sobre todo, ella misma fue incapaz de controlar a su Gobierno y acentuó la impresión de ser una autócrata conflictiva.
La gran cuestión de su Gobierno, con el telón de fondo del empeoramiento de la situación económica, consistió en la entrada en el sistema monetario europeo. La dimisión sucesiva de Howe y Lawson, partidarios de entrar en él, y su sustitución por Major no solucionó nada. En las elecciones europeas de 1989 los conservadores sólo lograron el 35% mientras Thatcher sólo tenía la aprobación del 25% de la opinión; su liderazgo fue ya contestado en el seno del propio partido. Su estilo era el problema más grave de los conservadores. Cuando se planteó el liderazgo del partido logró 204 votos frente a 152 de Hesseltine. Con su retirada sólo consiguió que Major, su sucesor preferido, obtuviera 185 frente a los 131 de Hesseltine y los 56 de Hurd.
El estilo relajado y natural de Major produjo el alivio instantáneo de muchos de los problemas de los conservadores británicos. Su personalidad tenía un inequívoco color gris: había estudiado tan sólo hasta los 16 años y había fracasado al intentar ser contratado como conductor de autobús. El resto de su trayectoria tampoco merecía particular atención: se afirmó de él que era el primer caso de un antiguo empleado de circo convertido en contable. Pero pronto demostró que tenía capacidad para actuar con libertad sin dependencia de Thatcher. Muy pronto empezó a desligarse de ella: suprimió la poll tax y no la citó entre los líderes conservadores que prefería. Con respecto a Europa trató de lograr mejores relaciones lo que le llevó a aceptar el grueso de las propuestas tendentes a la unificación a cambio de hacer desaparecer cualquier mención al federalismo en el proyecto de Maastricht. Thatcher, por su parte, repudió las propuestas sobre la identidad europea de defensa y juzgó innecesaria la moneda única. También se quejó de la "traición" política de la que había sido objeto y acusó al proyecto de Maastricht de implicar el olvido del Parlamento británico.
Así divididos los conservadores no parecían poder mantenerse en el Gobierno. Pero los problemas de la oposición laborista nacieron, en primer lugar, de que el número de los sindicados durante los años ochenta había pasado del 30 al 23% de los trabajadores. Kinnock siempre defendió la idea de que ya no existía un voto "natural" del laborismo y abandonó las renacionalizaciones, el repudio a la CEE y los impuestos excesivos. Pero no quedó claro a favor de qué estaba. Además, la posibilidad de victoria del laborismo se basó en un elevado porcentaje en la oposición a Thatcher que tendió a desdibujarse cuando ésta abandonó el poder. La Alianza, por su parte, sufrió una grave crisis cuando trató de convertirse en partido unido. Todavía las elecciones europeas de 1989 las ganaron los laboristas con un fuerte incremento del voto verde que acabó por demostrarse efímero. En las elecciones generales de 1992 un cambio de actitud por parte de tan sólo el 2.2% del electorado en el último momento dio la victoria a Major con 336 escaños frente a 271 laboristas.
El balance de Thatcher resulta menos convincente desde el punto de vista económico de lo que en principio podría pensarse. Empezó con una recesión y concluyó con otra y la tasa de crecimiento anual durante su mandato fue del 1.6%. Fue más apreciada fuera de Gran Bretaña que dentro y sus éxitos se basaron mucho más en el cambio de mentalidad que propició que en el terreno económico. Tampoco su liderazgo en la fase final fue efectivo. En realidad, bajo una apariencia a veces despótica fue un primer ministro que no mandaba a sus ministros ni era capaz de conseguir el acuerdo entre y con ellos. Su empecinamiento final antieuropeo testimonia que también personajes decisivos que modifican de forma decisiva la vida de los pueblos pueden permanecer también aferrados a actitudes del pasado en algunos aspectos decisivos.